martes, 25 de octubre de 2011

Visión profética de Fanny Moisseieva

"Vendrá el día del juicio - tú, testimonio vivo -, mira de nuevo atentamente, recuerda todo. ¿Qué pasará en los días del Juicio Universal? El espíritu del mal apagará en los corazones humanos el último destello de la fe, colmará las mentes de inútiles vanidades y cambiará los sentimientos en piedras inanimadas. Los pueblos, disolutos, estarán descontentos de todo, no tendrán ya confianza uno del otro, no existirá ya verdadero amor y perecerán los que dirigen el mundo. ¡Levántate y mira!".

Así había llegado la hora terrible, llenando de espanto a todas las almas, mientras el cielo se había vuelto sanguinoso y llameante por los rojos resplandores de los relámpagos. Después la purpúrea bóveda se oscureció. Negras nubes envolvieron todo y descendió sobre todo una sombra impenetrable. Las estrellas perdieron su luz. Todo estaba lleno de un misterioso espanto y de inquietud. No se oía el más mínimo soplo de viento, todo estaba inmóvil, sobre la tierra muda, como un gigantesco toldo, cayó la noche negra y el silencio era pavoroso.

Lanzada a la vana vorágine de las pasiones y de las preocupaciones, la gente olvidaba la salvación del alma; y mientras las calles estaban llenas de mil rumores, reinaba en los tiemplos un silencio solemne y piadoso.

Y la enorme vorágine en su carrera arrancaba a las madres, locas de espanto, sus hijos y los levantaba en alto, entre las nubes...

Y yo vi cómo Cristo mismo conducía a aquellos niños al cielo y cómo ellos subían lentamente y lo alto sin que nadie los viese de la tierra; había niños de todo pueblo y toda raza y todos cantaban un himno de gloria al divino Cristo.

Después que Cristo subió, cayó sobre la tierra una lluvia de sangre; rios y mares se cubrieron de olas espumosas y chocaron contra los escollos las naves a las que no ce concedía ninguna salvación. Palacios y casas crujieron por todas partes y de los escombros salían voces y gritos que invocaban lastimosamente ayuda. Y del mar, como enemigos ansioso de estragos, llegaban las olas que rompían con el hervor de las aguas tumultuosas los diques y los puentes.

Toda la gente fue arrastrada por este huracán y reunida en un solo lugar, sobre los continentes reunidos, allí donde Dios debía descender del Cielo para el gran juicio. Pero el gran cataclismo no confundió a pueblos e idiomas; toda la gente conservó su sitio.

Y sobre la tierra cayó un gran silencio: todo calló y se recogió en la espera del futuro. Los creyentes sentían que se acercaba el día del juicio; entre las tinieblas reinantes por todas partes empezaron a encenderse fuegos alrededor de los cuales se agrupaba la gente para saber el pensamiento de los otros, pero en vano. Nadie sabía decir si en todas partes de la tierra se esperaba temblando así o sólo en aquel lugar se eperaba amenazador del cielo.

Alguno oía su corazón latir oscuramente, oprimido por un vago presentimiento: las almas sentían la aproximación de un misterio, y muchas, en medio de aquella alegría, estaban tristes. Sólo aquellos que eran puros y justos a los ojos de Dios no temblaban de angustia, sino que estaban colmados de gozo.

De repente junto a mí se oyó una voz: la voz de mi compañero, de nuevo, incomprensiblemente, aparecido, no sé cómo.

"¿Por qué tan triste? Yo he estado en los cielos durante todo este tiempo. Allí arriba todo está dispuesto para el instante supremo y Cristo dicta su sagrada voluntad: ahora tú verás realizarse el gran misterio. Pero no temas: aquí no se debe temer; no será más que una visión y muy pronto la mañana radiante hará desaparecer a la oscura noche".

Y he aquí que un segundo arcángel bajó volando, con el evangelio en la mano, anunciando: "!Se ha cumplido!". Detrás de él venía un tercero, mientras que en medio de ellos apareció luciente un cáliz anunciador de la luminosa Alba.

En este instante resonaron en los aires inmóviles suavísimos acordes de invisibles instrumentos y esta dulce música invadió todos los corazones. Presagiando la próxima venida de Cristo, todos los hombres se pusieron en pie temblando. Entre las nuebes aparecieron rostros radiantes de bondad: eran los santos con vestidos resplandecientes, que parecían nadasen en el purísimo cielo. Y a su alrededor resonaban cantos de alabanza hacia el Señor. Ante un canto tan soberanamente dulce y silencioso, los hombres callaban inquietos; sólo con el corazón elevaban alabanzas al Altísimo.

Y apareció en lo alto el santo símbolo de la cruz, prenda de salvación para los justos y de eterno castigo para los rebeldes; y ella a los unos llevó alegría y a los otros debilitó las fuerzas para siempre.

Ni un soplo de viento: no temblaba ni una hoja en los árboles, sólo se oían llantos y suspiros, mientras que los más animosos esperaban el supremo juicio, con la cabeza baja, en silencio. El coro angélico continuaba el canto puro que es la oración, aquel que sólo saben elevar las falanges evangélicas. Y he aquí que aparecieron sus luminosas hileras rodeando la cruz, como guirnaldas, mientras su canto, leve, se levantaba sutilísimo hacia la bóveda celeste. ¡Qué bello era su aspecto! A miles, con un crujir de alas, descendían de la amplia bóveda formando como una cortina blanquecina.

Al inesperado sonido de las trompetas latió fuerte el corazón en cada pecho y todo ser humano esperó paralizado por el terror mientras los querubines entonaron más fuerte el canto de la gloria del Señor, Dios de todo pueblo. El celeste coro relucía todo con una viva luz haciendo parecer pálida - al compararlas - la luz de las estrellas. Así el mundo inmortal descendía entre los hombres para despertar la fe: y poco a poco de todos los corazones se desvanecía el dolor y con ello cesaron los suspiros.

Y calló, de golpe, también, el sonido celestial, calló el temblor de las almas. El aire parecía dormir: los últimos acordes se apagaron, rompiéndose bruscamente, y de nuevo a todo y a todos envolvió el miedo.

Era terrible el silencio: no se oía alrededor ni un solo respiro.

En medio de aquel silencio, El descendía del cielo: El - ¿quién?

Era Cristo, nuestra Gloria, del que está lleno todo el universo... ¡Oh, con qué alegría encendió a todas las almas! Subían al cielo invocaciones en varias lenguas, pero único era el pensamiento de todas las mentes y este pensamiento, como un nuevo himno se desprendía de todos los labios.

Cristo resplandecía, igual a un sol radiante en lo alto del cielo y a él subía el himno, que se perdía después, alegre y victorioso, en lo infinito. Y se elevaban hacia él, alborozados, aquellos que eran dignos: y Cristo fue rodeado por una corona de universal gloria, con ternura miraban los pueblos su rostro y comparaban con él las imágenes terrenas de él, para vivificarlas en la fuente misma de Amor. Era su rostro de una belleza inefable, y la aureola dorada resplandeciente de infinitos rayos. De él emanaba bondad y todo el cielo se embellecía con su santa presencia...

Y las almas de los muertos vinieron a los lugares donde un lejano día fueron sepultados sus cuerpos; y aquellos que no tenían la tumba asumieron el aspecto que tenían en el momento de su muerte (...). Cristo les dio de nuevo la vida, como la Primavera con las caricias del sol da vida a los campos y a los jardines. ¡Qué solemne!, ¡qué espléndido es el Salvador extendiendo los brazos sobre el mundo!

Por voluntad de Dios resurgió toda la gente, como despertada de un largo sueño, por la renacida acción de la chispa vital. Aparecieron miradas de rostros nuevos despertados después de un largo correr de siglos...

Y al volver a mirar a Cristo, las almas de la multitud colmadas de alegría espíritual y copiosamente, descendía, dulce, el llanto.

Montes, colinas y llanuras, todo estaba cubierto de gente, y tanta era la multitud en cada lugar que nadie podía dar un paso. Ante tan alta aparición los callados labios se abrieron y todos los pueblos cantaron alabanzas al Único, Supremo Dios: "¡Gracias al Salvador por la salvación de los hombres! ¡Gracias a El, el Excelso!"

Así el coro terrestre se unía en un canto único de alabanza al coro celeste. Y calló el coro con estas palabras: "¡Hoy Cristo mismo está con nosotros!" De nuevo todo cayó en el silencio; pero a cada uno, en la espera, le latía febril e inquieto el corazón; y Cristo rompió el silencio volviendo a llamar a todos con el sonido de su voz: "¡He venido a vosotros como os había prometido y aunque vosotros no me esperaseis!"

Con dulce aspecto, miraba a las turbas con sus maravillosos ojos, y cuando abrió los brazos aparecieron en sus manos las cicatrices de la cruz. Y su voz, que descendía a las almas, dijo: "os conduzco, hijos míos, en nombre del purísimo Amor al reino inmortal". Se separaron los justos de la tierra y subieron - inmensa falange - cada uno al propio puesto.

Ahogados por el denso llanto quedaron los pecadores; callaron los impúdicos labios de los impíos y blasfemos y todos, con la cabeza baja, doblaron las rodillas delante de Cristo. Eran muchos, inmensa multitud, pero todos inclinaron resignados la cabeza ante la sabia voluntad divina; de los rostros de los malvados cayeron las máscaras poniendo al desnudo sus almas, que reveló la angustia.


En tierra había una multitud de personas, después otra más arriba, escalonadamente, de modo que parecía que los últimos se confundiesen con el cielo azul. Todos juntos formaban un enorme círculo regular y en medio de ellos estaba Cristo en un gran espacio, luciente y luminoso, inundado por su propio luz, de modo que frente a El palidecía hasta el brillante cáliz con los tres rayos que partían de él similares a tres caminos y que se alargaban, apenas visibles, hasta el extremo horizonte. Y yo observé que cuanto más cerca de Cristo estaban las almas, más luminosos eran sus rostros y más alegres ellas mismas.

Y empezó a explicarme mi compañero:

"¡Mira!, todos estos recogidos aquí que forman círculos regulares, están dispuestos según sus méritos o virtudes. Aquí ya no se pide a nadie la confesión de las pasadas culpas, de los vicios o pecados. El Omnipotente y Omnisapiente Espíritu Santo ha señalado ya el puesto a cada uno; por consiguiente, cada uno tiene el puesto que ha merecido en su vida. Cuanto más puro e íntegro haya sido en vida, más cerca de Cristo se sienta. Sabe también que todos aquéllos que han resucitado para el Supremo Juicio han olvidado lo que ha ocurrido después de la muerte y han conservado sólo el recuerdo de la vida eterna. Y están aquí serenos, llenos de inquebrantable fe en la Justicia del Creador, en espera de ser juzgados. Aquí abajo están los pecadores, a los que no se les concede separarse del suelo, y ellos miran con un sordo sentimiento de envidia la felicidad que se manifiesta en los rostros dulces de aquellos que están cerca del Señor".

Miré entonces a ellos y vi cómo lloraban impotentes. Pero era vano aquel llanto. Los infelices, impresionados por la augusta majestad de Cristo Dios, corrían aquí y allá buscando descanso, llenos de angustia, sin atreverse a levantar los ojos para mirar a Cristo, al que no habían querido reconocer en vida.

Una nube ligera ocultó al Señor a los ojos de su pueblo y no fue ya más visto.


Cuando Cristo dejó de ser visible para la multitud, cada uno, mirando en torno a sí, empezó enseguida a reconocer a los que conoció en su vida; y un maravilloso y multicolor cuadro ofrecía aquella multitud compuesta de diversos pueblos, procedentes de distintas regiones y que vestían todavía los vestidos y ornamentos llevados en vida.

Había viejos y jóvenes aún en la flor de los años, hombres ricos con vestidos suntuosos y mendigos; los reyes, los emperadores y dirigentes estaban junto a los simples soldados y los cortesanos soberbios junto a los campesinos y la dama de alto linaje junto a las simples pueblerinas; allí estaban monjas y frailes y después, a montones, comerciantes, pordioseros, ministros, servidores y sacerdotes, los sanos y los enfermos, todos cubiertos de llagas, y los jorobados y tullidos, todos estaban aquí; pero uno del otro no se distinguía ya por aquello que tenía en la tierra, sino por sus virtudes. Por voluntad divina, todos habían recuperado el aspecto que tenían en el momento de la muerte.


Y el Salvador, volviéndose a su gente, levantó en alto sus manos luminosas en acción de bendecir, y dijo: "Arrojad fuera de vosotros todo lo que habéis tenido en la tierra, que no es otra cosa que polvo y que ahora ya no os sirve. Vestid de ahora en adelante sólo los vestidos que os dio la Madre Naturaleza. Volveos con alegría hacia la vida nueva y terminen para siempre entre vosotros discordias o guerras y sean los pueblos como hermanos. Desde ahora mueran entre vostros el mal y las bajezas y nunca nazca un solo pecado. En adelante seréis felices, serenos y dulces como los ángeles. Ya no os atacarán la muerte, las enfermedades o las separaciones entre vuestros seres amados y estaréis siempre con vuestros iguales, mientras que los que están más arriba en el camino de la perfección los veréis sólo los días de fiesta. Desde ahora no habrá ya más deformes o enfermos, ni el viejo se distinguirá del joven, porque tendréis todos la edad que yo tenía cuando vencí a la muerte: treinta y tres años ( ). Y estas figuras las conservaréis siempre inmutables, porque vosotros sois para mí los herederos del Universo, desde el momento en que amasteis lo que yo amé".

El Redentor levantó en alto los brazos, y una nube densa envolvió a todas las cosas; y cuando se disolvió, la tierra presentaba un aspecto distinto. Aunque nadie había cambiado de sitio, sin embargo el aspecto de los rostros y de los cuerpos se había renovado completamente; los nuevos rostros estaban llenos de vida y en ellos afloraban sonrisas de felicidad. A duras penas conseguían reconocerse a sí mismos los viejos y los enfermos, y junto a ellos había un número incalculable de santos, con el cuerpo rodeado de aureolas luminosas y de muchos colores. Todos tenían vestidos de varios colores, ligeros y amplios, bien distintos de los terrestres, y tejidos con una sustancia dulce y perfumada igual a aquella con que están hechos los pétalos de las rosas. Todos resplandecían con una viva luz y parecían figuras diáfanas; y todos tenían la mirada fija en el Salvador.

Mientras tanto el Señor reunió a los ángeles y les ordenó acompañar a los cielos a los justos, procediéndoles en el vuelo. Y los ángeles subieron volando, seguidos de aquellas almas santas a las que el aire celeste sostenía, sin que fuesen aladas. Así ascendían en amplios círculos.

Los pecadores, en tanto, quedados abajo en la tierra, seguían con ojos ávidos el sublime vuelo que ellos envidiaban.

De pronto resonó por el aire un terrible trueno y se entrevieron en la lejanía las falanges de las fuerzas infernales que se metían entre las nubes de neblina, siniestramente iluminadas de rojo; y al ver la roja nube que se acercaba, los pecadores, invadidos por un miedo espantoso, empezaron a correr sin saber dónde, invocando salvación y tropezando unos con otros. Pero de la parte opuesta se acercaba una enorme serpiente silbando y enmarcando el dorso cubierto de lucientes escamas, levantando sus mil cabezas espantosas. Aquel monstruo representaba a la fuerza de las tinieblas que crea los pecados, que encuentran asilo en el tétrico infierno. Gritando malvadamente, contentos los espíritus malignos empujaban a los pecadores contra sa serpiente y ésta se acercaba a ellos levantando las mil cabezas y traspasando a los míseros con mil punzadas de sus ojos malignos. De las fauces eructaba fuego y humo, esparcía en torno un horrible olor: así se iniciaba el tormento eterno para aquellos que pecaron en la tierra...

En aquel instante descendía de lo alto la inesparada salvación, entre vírgenes hermosas y blancas que le rodeaban cantando armoniosamente:

"Entre nosotros, Santa Virgen amada,
de espiritual belleza, oh Beata,
y de amor, se han reunido,
Gloria a Ti, por siempre alabada".

"Que tan bella y luciente apareces,
Protectora piadosa, y siempre
estás pronta a acoger la plegaria
de un alma doliente que implora".

Su rostro estaba adornada de una belleza espiritual indecible, y aunque nunca lo había visto yo antes, me pareció conocerlo desde hacía tiempo. Y otro coro en tanto continuaba el dulce canto:

"Tú diste la materna caricia
a tu Dulce Nino Jesús
y lloraste con gran tristeza
a la cruz de Cristo".

Su aparición reanimó a los pecadores que fueron presos de un secreto presentimiento alegre, cuando ella se acercó a Cristo y levantando hacia El la mirada llena de esperanza habló con voz suavísima: "Dime, oh Señor, ¿dónde están aquellos para quienes te pedí perdón?"

"¡Están aquí!", respondió Cristo. Los ángeles pronunciaron sus nombres y los pecadores abrieron sus labios hasta entonces mudos, invocaron el nombre de Ella, extendiendo en alto los trémulos brazos, y el Señor dijo: "A vosotros, que elevasteis con fe la oración a mi Madre y con amor os dirigisteis a Ella pidiéndole la gracia de la remisión de los pecados, os perdono". Apenas hubo pronunciado estas palabras, los absueltos ascendieron al cielo. En su mayor parte eran mujeres y éstas hicieron una corona alrededor de la Elegida que, ardiente de gozo su rostro, dobló las rodillas delante del buen Hijo. Después, ascendió de nuevo a lo alto, al Empíreo, seguida del vuelo de todos los perdonados.

Y surgió entonces el Gran Profeta de la Cristiandad que, inclinando la cabeza ante el Redentor, rezó así: "¡Oh Señor! Tú sabes que durante toda la vida yo he condenado inexorablemente el vicio y todo pecado. Pero cuando, al término de mi vida terrestre, vine junto a ti, escuché con atención y benevolencia las plegarias de aquellos que, aun pecando, han honrado en la tierra mi nombre y se han dirigido a mí para pedir clemencia, ya que no se atrevían a presentarse directamente a Ti temiendo Tu alta justicia. Y ahora, en el día del Juicio final, oh mi Señor, te ruego, perdones, por tu inmensa misericordia, a los hombres que te han ofendido con sus pecados". La voz cálida del Profeta temblaba frente a Cristo. Y éste dijo: "Por tu plegaria, sean perdonados los pecadores que, aunque se desviaron de mis mandamientos, sin embargo, conscientes de su pecado, se dirigieron a ti, arrepentidos, para pedir la salvación".

De nuevo se oyeron gritos exultantes y también en pequeñas bandadas los pecadores subieron a los cielos. Y entonces el Gran Santo se acercó a Cristo y de rodillas pidió perdón para aquellos que, sin conocerlo, vivieron justamente amando el bien y huyendo del mal. Y dijo Cristo: "Sí, será como tú pides. A aquéllos que odian el mal y obran el bien, yo no los culparé. Ellos no conocen la pila bautismal, pero estarán lo mismo conmigo, aunque separados de los cristianos. A todos aquellos para los cuales me has pedido la gracia, concedo mi perdón". Después de estas palabras, se levantaron del suelo todos aquellos que, no siendo cristianos, amaron el bien y honraron a la verdad, junto a muchos otros admitidos en el cielo por intercesión del Gran Santo.

Y de nuevo la bóveda celeste se iluminó con la imagen de María Virgen que, ricamente vestida, venía por el aire triste y silenciosa.

"¿Por quiénes vienes ahora a suplicar?" - le preguntó su Hijo, Dios -, y ella respondió: "Vengo otra vez para aquellos por quienes han rezado las madres, vertiendo ríos de dolorosas y sinceras lágrimas; perdona, en nombre del amor materno, a aquellos por quienes rezó este amor". Y una vez más, como una onda sonora, los gritos alegres de los pecadores perdonados llenaron la tierra y una multitud de gente, cambiando la expresión del rostro, del dolor a la alegría, subieron al cielo. Y en torno a Cristo surgieron en luminoso tropel Santos y Santas, flores de suave y delicada belleza. Y ellos, unos después del otro, intercedieron por los pecadores que en la tierra, rezando, habían recomendado a ellos sus almas. Cada plegaria fue atendida y una nueva y mayor multitud ascendió en bandadas jubilosas al cielo, al reino de la luz y la paz eterna.

Entonces, los primeros secuaces de Cristo, los santos Apóstoles, elevaron a Cristo preces para los pecadores que en vida fueron sus devotos. Y Cristo dijo: "No puedo negar esta gracia a vosotros, mis discípulos dilectos, a vosotros que creisteis en mí los primeros", y volviéndose a los pecadores que, con el ánimo suspenso seguían las preces de sus intercesores, añadió: "Perdono a los que rogaron a mis apóstoles, que enseñaron en la tierra la verdadera religión". A estas palabras, los pecadores absueltos, con alegres gritos, ascendieron leves, junto a los Santos Protectores, hasta las ilimitadas alturas celestes.

Quedó solo, en el fondo azul del cielo, Cristo irradiante de una luz infinita, y de nuevo se acercó a su hijo la Madre Santa y viendo la inmensa multitud de pecadores que aún estaba en la tierra, estuvo callada y lacrimosa, oprimida por la vista de los pecadores que fijaban en ella sus miradas dolorosas y tendían hacia ella sus brazos temblorosos. Y escuchando el conmovedor gemido dijo, entre llantos: "¡Tú, que eres el Omnipotente, perdona a todos! Ellos saben que tu condena es justa, pero el día del Juicio Universal será más bello si se iguala en alegría al día en que resurgiste de los muertos y en el que el perdón llegó hasta el profundo infierno". Y sobre la frente del Salvador se conmovió la leonada cabellera.

Y dijo a la Purísima: "Tú juzgas así con tu alma de fe y de bien. Pero, ¿pueden éstos, eternos rebeldes, estar junto a los justos que he premiado?"

Calló la Virgen, y sólo su triste mirada continuó diciendo: "¡Gracia!", y ella quedó tan triste y callada, suplicando a Cristo. Y el Salvador, cediendo a su venerable Madre, perdonó al mejor entre los pecadores de cada estirpe, y después ascendió, teniendo junto a sí a su Santa Genitora.

Subían como las espirales del incienso suben levemente desde el altar, esparciendo alrededor suavísimo perfume, mientras que detrás de ellos, sobre el fondo de la azul inmensidad irradiaba la luz eterna, esa luz que sólo puede iluminar Cristo y su Divina Madre.